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Luz sin estribillos bajo un cielo doméstico. Martín Lorenzo Paredes Aparicio: Vivir en tu invierno (Ediciones Rilke)

Luz sin estribillos bajo un cielo doméstico
Martín Lorenzo Paredes Aparicio: Vivir en tu invierno (Ediciones Rilke, 112 pp.)

No hay épica, ni ambición de pirotecnia. Hay una obstinación delicadísima: fijar lo minúsculo antes de que el tiempo, ese depredador suave, lo borre. Paredes Aparicio asume que la vida es un acontecer de fogonazos: la rutina en el hospital, la respiración de las hijas al amanecer, un olor a pan que devuelve la infancia. Frente al estruendo que exige la época, el libro defiende la partitura en voz baja —como quien sortea el vocerío con la sola autoridad de una confidencia.

El gesto estilístico importa: verso libre, frase corta, ninguna coartada mitificadora. La sintaxis respira con naturalidad conversacional; convoca intensidad sin elevar el volumen. En esa decisión está la poética: la emoción no se subraya, se infiltra. El lector lo percibe tarde, cuando advierte que la página le ha dejado un matiz de melancolía persistente, un eco de ternura que no remite a lo empalagoso sino a lo serio.

Comparemos: donde un Ben Clark o una Raquel Lanseros buscan la amplitud lírica —imagen aérea, fulgor retórico—, Paredes trabaja a ras de suelo. Su herramienta predilecta es la imagen cotidiana plegada sobre sí misma: «bocado de pan con aceite», «cama revuelta tras la siesta». Esa proximidad desactiva cualquier sospecha de impostura; obliga a leer con los pies en la cocina y el oído pegado al corredor familiar.

El libro se organiza en tres secuencias tácitas: amor conyugal, infancia de las hijas, pregunta por el tiempo. No hay transiciones explícitas; la textura homogénea del tono funciona como pegamento. El resultado es un fluir sin sacudidas, una suerte de río subterráneo que arrastra al lector sin brusquedades ni languideces.

Técnicamente, destacan dos maniobras. Primera: la repetición mínima —palabras espejeadas que transforman el significado al segundo uso. Segunda: la suspensión sintáctica, ese corte de línea que deja la idea en vilo para completarla en el siguiente verso, generando un latido rítmico que sustituye a la rima. Son artificios discretos, casi invisibles, pero sostienen la música interna del conjunto.

¿Símbolos? El invierno titular, claro, leído no como estación adversa, sino como temperatura del presente: adultez asumida, conciencia de que todo esplendor sucede bajo luz menguante. También el hospital, entrelazado con la figura de la esposa, funciona como emblema del cuidado y del desgaste: amor entendido como rutina de resistencia.

Lectura y relectura confirman la impresión inicial: Vivir en tu invierno no pretende seducir con alarde; confía en una belleza de baja intensidad, más resistente que el fogonazo. La poesía española reciente gana aquí un libro añadido a esa línea de la intimidad honesta, sin cohetes ni nostalgia impostada, donde la lucidez se pronuncia en voz baja para que el estrépito de la época no la confunda con ruido.

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