Los muertos que llevamos dentro
Me acuerdo perfectamente de mi abuelo hablando de la guerra de África. No la del Rif, sino la otra, la que a él le tocó décadas después, pero tenía esa misma forma de mirar al vacío cuando la mencionaba, como si algo se hubiese quedado para siempre en aquellas tierras lejanas. Por eso, cuando abrí 1927. Caído de este lado, de Ildefonso Vilches, sentí esa punzada de reconocimiento que solo dan los buenos libros: el de quien se encuentra de pronto con una verdad incómoda pero necesaria.
Vilches construye un mosaico luminoso y terrible de la España rural de los años veinte a través de un protagonista sin nombre —¿no les parece curioso cómo los sin nombre suelen ser los más memorables?— que sobrevive a la guerra del Rif, a la muerte de sus hermanos, a la pobreza que corroe como el ácido. No hay héroes aquí, ni siquiera antihéroes: hay supervivientes. Y supervivir, ya lo sabemos, es el acto más heroico y más prosaico del mundo.
El autor maneja con destreza una prosa que oscila entre el arcaísmo deliberado y una modernidad sorprendente. Hay páginas de una belleza desgarradora —esas descripciones de la siesta pueblerina bajo el sol implacable— y otras donde late el pulso directo del testimonio. Vilches no escribe desde la nostalgia fácil, sino desde una lucidez que duele: la de quien sabe que la memoria es lo único que nos queda cuando todo lo demás se ha perdido.
Los borregos de barro que cobran vida funcionan como una metáfora perfecta de la resistencia. ¿No es eso lo que hacemos todos, modelar pequeñas esperanzas con nuestras manos cansadas y gritarles «¡Arre!» para que echen a andar? Algunos lo consiguen, otros no. El don se transmite de padres a hijos, pero no siempre llega íntegro. Como tantas cosas en la vida.
Me ha llamado la atención la delicadeza con que Vilches trata la violencia. No hay regodeo en la brutalidad, sino una contención que la vuelve más devastadora. Cuando narra la muerte del hermano en Annual, o el suicidio del padre desesperado, lo hace con la elegancia de quien sabe que el dolor verdadero no necesita adornos.
Cierto que a veces la evocación se demora en exceso. Hay momentos donde uno tiene la sensación de estar paseando por un museo de la nostalgia, hermoso pero algo estático. Pero estos son reparos menores ante la potencia de un libro que nos devuelve la dignidad de los olvidados sin caer en el sentimentalismo.
1927. Caído de este lado es una novela sobre los nadies de la historia, pero también sobre la tenacidad silenciosa de quienes construyen vida donde solo hay cenizas. ¿No creen que ya es hora de que prestemos atención a estas voces?
Y es que al final, querido lector, lo que nos regala Ildefonso Vilches con esta novela no es solo literatura, sino algo mucho más necesario: la certeza de que todas las vidas importan, de que incluso los más invisibles dejan una huella luminosa en este mundo tan dado al olvido. En tiempos en los que corremos detrás de la fama efímera y los likes instantáneos, «1927. Caído de este lado» nos susurra al oído una verdad antigua y consoladora: que la belleza reside en lo pequeño, que la dignidad se encuentra en los gestos cotidianos, y que el amor —ese amor silencioso de quien riega las tomateras al amanecer o modela borregos de barro para que corran libres— es la única revolución que verdaderamente trasciende. Vilches ha conseguido algo prodigioso: hacer que nos enamoremos de la vida ordinaria, esa que todos vivimos y que tan pocas veces sabemos ver. Y eso, créeme, es un milagro en estos tiempos de ruido y desmemoria.