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László Krasznahorkai: un premio Nobel muy merecido

    En un mundo que parece oscilar entre la fatiga y la catástrofe, la voz de László Krasznahorkai emerge como una plegaria prolongada, una meditación que busca sentido entre los escombros. Su prosa, que se desliza sin pausas y rehúye el respiro, convierte la frase en un río: un flujo de pensamiento que arrastra consigo la conciencia de una época que ha perdido su centro. No hay en él desesperanza pura, sino la certeza de que el lenguaje, aun en su desbordamiento, puede sostener la última forma de lucidez.

    Krasznahorkai no escribe para narrar sino para invocar. Sus personajes viven en la ruina, pero en esa ruina perciben la vibración secreta del mundo. Sátántangó, Melancolía de la resistencia o Guerra y guerra son ceremonias de la descomposición: aldeas donde el barro y la niebla se confunden con la culpa, ciudades que se disuelven bajo el peso de un tiempo detenido. La épica ha sido sustituida por la espera, y la esperanza se manifiesta apenas como una chispa en medio del caos.

    La cadencia de sus oraciones, interminables y precisas, revela una voluntad casi mística: capturar lo indecible, acercar el lenguaje a una música del pensamiento. Cada frase se abre como una puerta hacia el vértigo. Por eso, leer a Krasznahorkai exige una paciencia ritual, la disposición del que contempla una pintura oscura en busca de una forma latente. Sus páginas no se recorren: se atraviesan como se cruza un territorio interior.

    Que la Academia Sueca haya reconocido su obra con el Premio Nobel de Literatura 2025 no sorprende a quien ha seguido su camino: es un acto de fe en la lentitud, en la dificultad, en la literatura que se resiste a la transparencia. En tiempos de ruido, su escritura reclama silencio; en una cultura de consumo rápido, su frase infinita devuelve al lector la experiencia de lo sagrado. Y devuelve cierto prestigio perdido en las extrañas últimas andanzas de la gran institución sueca.

    Krasznahorkai ha hecho del Apocalipsis un espacio de revelación. Lo que parece devastación en sus libros es también una forma de la gracia. La caída no es final sino tránsito: el fin del mundo se vuelve posibilidad de una mirada nueva. Tal vez por eso sus historias terminan siempre con un resto de luz, un eco de redención que sobrevive incluso a la oscuridad más densa.

     Ojalá este reconocimiento le valga para ser más conocido en nuestro país, donde se han hecho buena ediciones de sus obras, pero escasas. Así será.

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