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Los círculos del tiempo: cuando Follett abraza la prehistoria

Los círculos del tiempo: cuando Follett abraza la prehistoria

Hay algo profundamente consolador en que Ken Follett regrese a casa, aunque esa casa sea ahora una llanura inglesa de hace 2.500 años donde todo está por inventar, empezando por Stonehenge. El círculo de los días llega como una vuelta a los orígenes del propio Follett, a esa capacidad suya para convertir la construcción de monumentos imposibles en épica popular, pero esta vez llevándose por delante la historia misma y situándose en los albores de la civilización. La propuesta es ambiciosa hasta la temeridad: imaginar no solo cómo se construyó el monumento megalítico más enigmático del mundo, sino por qué alguien habría querido hacerlo cuando la supervivencia diaria ya era una hazaña suficiente. Follett especula con las tensiones entre tribus, la sequía que arrasa la tierra, y un acto de violencia que desencadena una guerra abierta, pero en el centro de todo coloca algo tan poderoso como inasible: la visión de una mujer. Joia es sacerdotisa y visionaria, una de esas mujeres que ven lo imposible donde otros solo ven piedras demasiado grandes para mover. Su sueño de un círculo gigante que una a las tribus divididas de la Gran Llanura se convierte en la obsesión de Seft, un minero del sílex que busca escapar de la brutalidad de su familia a través del amor por Neen, la hermana de Joia. La estructura es clásicamente follettiana: personajes de distintas procedencias sociales cuyos destinos se entrelazan alrededor de una construcción titánica, pero aquí el maestro galés se las ve con un territorio mucho más resbaladizo que las catedrales góticas o los puentes victorianos. No existen documentos, crónicas ni testimonios de ningún tipo sobre los constructores de Stonehenge. Follett debe inventarlo todo, desde las técnicas de extracción del sílex hasta las jerarquías religiosas, pasando por las alianzas tribales y los rituales de solsticio. El resultado es una novela que funciona como un vasto experimento arqueológico-narrativo. Follett ha investigado obsesivamente cómo era la vida en el Neolítico británico, visitando yacimientos como Grimes Graves para entender el trabajo de los mineros del sílex, documentándose sobre el transporte de megalitos y las ceremonias solsticiales. Pero todo ese conocimiento debe pasar por el tamiz de la emoción humana, porque Follett sabe que sus lectores no vienen buscando un tratado de prehistoria sino historias que les hagan sentir que entienden algo fundamental sobre la condición humana. La apuesta es arriesgada porque el autor abandona el terreno seguro de las épocas históricas documentadas para adentrarse en la especulación pura. No hay cartas ni memorias en las que apoyarse, no existen crónicas que consultar. Solo piedras, huesos y el eco de rituales cuyo significado se perdió hace milenios. Pero precisamente esa ausencia de certezas libera a Follett para hacer lo que mejor se le da: imaginar cómo la ambición, el amor y la necesidad de trascendencia pueden llevar a la gente común a conseguir lo imposible. El círculo de los días es, en el fondo, una meditación sobre el impulso humano de crear algo que dure más que nosotros mismos. Follett entiende que Stonehenge no es solo un logro técnico sino una declaración de fe en el futuro, una apuesta de que vale la pena el esfuerzo titánico de mover piedras gigantescas para construir algo cuyo propósito final tal vez nunca lleguemos a comprender del todo. Y en esa incertidumbre, en esa mezcla de amor, violencia, visión y pragmatismo que imagina en los constructores de Stonehenge, Follett encuentra el corazón de su nueva épica: la convicción de que los seres humanos siempre han sido capaces de soñar en grande, incluso cuando el mundo les parecía demasiado pequeño para sus sueños.

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